Autor: Matteo Stiglich Labarthe. Doctor en Planificación Urbana por la Universidad de Columbia) e investigador asociado en URBES LAB – Centro de investigación en teoría urbana y territorial.
Columna publicada originalmente en Noticias Ser
Esta semana, la Municipalidad Metropolitana de Lima (MML) inauguró un viaducto sobre el Óvalo Monitor, en los distritos de Surco y La Molina, en la zona este de Lima. Lamentablemente, se trata de un ejemplo más de un tipo de obra pública que difícilmente va a cumplir sus objetivos anunciados; y que, incluso de hacerlo, favorecería solo a una minoría de la población que circula en auto privado. Al mismo tiempo, es un ejemplo de cómo la infraestructura, aunque regularmente presentada como un artefacto políticamente neutral que mejora la vida de todos por igual, es en realidad profundamente política, pues refleja y reproduce desigualdades.
Según la MML, la obra beneficiará a medio millón de personas. Esa cifra es alrededor de la mitad de las personas que se mueve en auto en Lima diariamente. Según EMAPE, por la zona del viaducto circulan diariamente alrededor de 130,000 vehículos. Para estimar 500 mil beneficiarios, pues, tendrían que haber incluido a buena parte de Lima Este, incluyendo a personas que no se mueven en auto o que ni siquiera circulan por esa zona. Esta situación pone en manifiesto cómo los estudios técnicos sobreestiman los beneficios de las obras viales.
¿Qué factores explican la persistencia de esas sobreestimaciones? Sin duda, hay una serie de actores (constructoras, consultoras, importadoras) que se benefician de la continua construcción de infraestructura orientada al automóvil, y estos intereses pueden influir en el contenido de los estudios. Por ejemplo, hace 14 años se reformó la legislación de las Asociaciones Público-Privadas para facilitar las “iniciativas privadas” en los gobiernos locales. En este marco, la MML gestionó la construcción de obras orientadas al automóvil a una escala mucho mayor, incorporando financiamiento privado a través de concesiones y peajes por periodos de 30 o 40 años. El resultado fue que, en poco tiempo, la MML encargó la construcción de autopistas que se financiarían con el dinero que, hasta ese momento, estaba recaudando Emape y que estaba siendo parcialmente utilizado para financiar obras de transporte público, como el Metropolitano.
Pero la persistencia de estas obras viales también tiene que ver con la percepción, relativamente generalizada, de que benefician a todos por igual; y que las obras de esta envergadura significan un buen uso del dinero público. Esto no es así. Cuando se construye una obra que amplía los carriles para la circulación en auto, el nuevo espacio es progresivamente ocupado por autos, hasta que se congestiona de nuevo. El transporte colectivo en buses que circulan por las mismas vías que los autos no necesariamente se beneficia, e incluso puede verse perjudicado.
En contraste, construir infraestructura para el transporte colectivo, como vías exclusivas para buses, permite que estos eviten la congestión generada por los automóviles. Sin embargo, la MML ha destinado más de 80 millones de soles a la construcción de un viaducto en la Avenida Javier Prado. Para el Corredor Rojo, que circula por la misma vía, en cambio, no se ha construido infraestructura permanente. Apenas se han instalado unos separadores provisionales en algunos sectores de la avenida, sin un plan adecuado de acceso a paraderos. Este contraste entre las inversiones orientadas al automóvil y las orientadas al transporte colectivo en la misma avenida nos dice mucho sobre las prioridades en transporte en Lima.
Las obras orientadas a favorecer el tráfico en automóvil, cuando cumplen su objetivo de facilitar la circulación, también tienen otros efectos nocivos que raramente son discutidos. Si los tiempos de viaje realmente se reducen, estas obras generan una demanda inducida: más personas querrán circular en auto por esa zona, y a largo plazo se podría incentivar la dispersión urbana, pues para quien pueda costearlo será más cómodo vivir más lejos en zonas donde se requiere usar el auto. Esto tiene como consecuencia un aumento en los kilómetros recorridos en automóvil, y el consiguiente aumento de la congestión no solo en las vías ampliadas sino en otras. Como resultado, para quienes no cuentan con un auto, los tiempos de viaje pueden empeorar. Eso podría hacer necesario para ellos un movimiento en la otra dirección: alquilar en zonas céntricas a precios elevados y malas condiciones materiales.
¿Acaso podemos decir que, por suerte, una obra como la del Óvalo Monitor no tendrá ese efecto? Un paso a desnivel en un punto específico dentro de la red urbana tiene efectos limitados porque los autos al pasar ese punto seguirán dentro de esa red, que ya está congestionada. Esto fue advertido por expertos en transporte antes de la construcción del paso a desnivel, y ha sido confirmado desde el día de su apertura.
En suma, la relación entre infraestructura vial y transporte público es estrecha. Por un lado, mientras más se invierta en infraestructura orientada al automóvil, más complicado se vuelve mejorar el servicio de transporte público. Por otro, los recursos sobre los que se tiene que decidir usualmente son los mismos. Sin embargo, el marco institucional aun separa la provisión de infraestructura de la del transporte como servicio. La recientemente creada Autoridad de Transporte Urbano de Lima y Callao,por ejemplo, no tiene jurisdicción sobre el tráfico en automóvil. Por lo tanto, no puede establecer políticas para desincentivar su uso. El reconocimiento de la infraestructura y el transporte urbano como un espacio político (o “tecnopolítico”) requiere reconocer esa relación entre diversos modos de transporte. En ciudades donde el modo de moverse está tan correlacionado con el poder adquisitivo, priorizar las obras orientadas a la circulación en automóvil es profundizar las desigualdades sociales. Si queremos transformar la relación entre el automóvil y otros modos de movilidad, es necesario construir marcos institucionales y políticas públicas que reconozcan esta interrelación. Además, hace falta que estas políticas tengan el objetivo explícito de priorizar el transporte colectivo y no motorizado. Esto requiere establecer políticas para desincentivar la circulación en auto, y no para facilitarla. Si las prioridades no cambian pronto, tener un auto va a ser cada vez más visto como una necesidad, con los costos ambientales y sociales que eso implica.
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